Juan V. Fernández de Palenzuela
Co-Founder de Greenme
www.greenmeconsulting.com
Más que tiempos extraordinarios, vivimos tiempos complejos. Y frente a la complejidad, las respuestas lineales ya no son suficientes: se requieren soluciones sistémicas, integrales y profundamente conectadas con la realidad que habitamos.
Un sistema complejo es mucho más que la suma de sus partes. Es un entramado de interacciones y de las dinámicas que de ellas emergen. Pero, además, un sistema está definido por sus funciones y, sobre todo, por sus propósitos: aquello que busca sostener, transformar o evitar. Comprender un sistema exige mirar más allá de sus componentes individuales; requiere interpretar su lógica interna, sus bucles de retroalimentación y su intención última.
Desde que descubrí el pensamiento sistémico, veo sistemas por todas partes. Mi forma de pensar ha cambiado: ya no busco solo resolver problemas de manera eficiente, sino comprenderlos en profundidad, en todas sus variables. Este enfoque no me ha permitido necesariamente resolver más rápido, pero sí resolver mejor, o, mejor dicho, resolver correctamente, tanto a nivel personal como profesional.
En Greenme, consultora ESG que busca integrar la sostenibilidad en el modelo de negocio de las empresas, nos hemos enfrentado, y nos seguimos enfrentando, a numerosos desafíos. Uno de los más significativos ha sido abordar la complejidad del sector agroalimentario, para poder identificar innovación sostenible a lo largo y ancho de su cadena de valor.
No existe un único sistema aislado: hay múltiples sistemas interrelacionados entre sí, sistemas que a su vez son subsistemas de otros, y así sucesivamente, casi hasta el infinito… Una gran dificultad que presenta trabajar con este enfoque radica en definir correctamente las fronteras de los sistemas con los que vamos a trabajar. Delimitarlas exige sensibilidad, conocimiento profundo y una constante revisión, ya que los sistemas, como la vida misma, están en permanente evolución.
Cuando diseñamos nuestra propia representación de la cadena de valor del sector agroalimentario, comenzamos, como es natural, por el principio, y ese principio no es otro que los ecosistemas donde nace todo lo que comemos: la tierra y el agua, donde crecen las plantas, pastan los animales y se crían los peces. Y nos preguntamos: ¿cuándo dejamos de ver el suelo o el mar como un ecosistema y empezamos a tratarlo simplemente como un sustrato donde crezcan las cosas rápidamente? ¿Cuándo dejamos de cuidar la matriz, el "útero" del que emerge todo lo que sustenta la vida? Fue en ese momento de reflexión cuando dibujamos una casilla que llamamos “Matriz”, para representar a la agricultura, la pesca y la ganadería como un tótem ancestral. Desde ahí comenzamos a buscar, en forma de empresas, soluciones innovadoras que no solo mejoraran los productos que obtenemos de ella, sino que cuidaran de manera radical el propio ecosistema, asegurando que siguiera nutriéndonos, generación tras generación.
Una vez que comenzamos a diseñar nuestra “cadena” agroalimentaria surgieron más ideas: Aguas arriba de "Matriz" dibujamos otra casilla. Sabíamos que los alimentos finales no surgen mágicamente de la matriz, sino a partir de unidades "indivisibles" que denominamos ingredientes, y con ellos fabricamos los productos que consumimos. Empujados por el tono poético, escribimos en esa casilla la palabra "Átomos". Estos componentes pueden producirse de múltiples maneras: algunos siguen naciendo directamente de la matriz, pero otros podemos crearlos sin necesidad de recurrir a ella, dándole así un necesario y merecido respiro.
Descubrimos que era posible aprovechar excedentes agrícolas para fabricar fibras de alta calidad, o incluso fabricar proteínas de alto valor mediante fermentación (incluso a partir de larvas de insecto). Y así seguimos buscando: innovando en estos nuevos átomos, intentando liberarlos del peso constante sobre la Matriz, para protegerla y permitirle regenerarse.
Creímos oportuno volver aguas abajo de la casilla “matriz” e identificamos mercados de créditos de carbono provenientes de la agricultura regenerativa, o créditos de biodiversidad, que contribuían a hacer de la matriz un lugar mejor para producir, mientras creábamos mercados financieros basados en capital natural en lugar de en la nada o la mera especulación y vacío. Pero esto dará, en otra ocasión, para otro artículo.
Siguiendo el orden lógico, llegamos a los productos finales. Pero antes, comenzamos a preguntarnos cómo se transportaban. Observamos que todo lo que producimos en el sector agroalimentario viaja envuelto en plásticos, y estos plásticos viajan derechitos hacia el mar, hacia los seres vivos que comemos, hacia nuestros propios organismos, convirtiéndose en un producto culinario más que nos corroe por dentro.
Envolvemos el mundo en plástico para evitar mermas, facilitar el transporte, proteger los productos, evitar contaminaciones y garantizar su higiene, entre otras razones que, en su momento, consideramos lógicas. Además, era simplemente una cuestión de coste: no hay nada más barato que el plástico de origen fósil, y sus propiedades cumplían con creces los objetivos. Entonces volvimos a dirigir nuestra mirada hacia la innovación y descubrimos nuevas posibilidades. No se trataba de dejar de envolver los productos, sino de transformar el packaging en algo “invisible”.
Empezamos a ver materiales basados en algas, capaces de formar bolsas que envuelven, por ejemplo, unos tallarines y que pueden sumergirse directamente en agua hirviendo, cocinándose junto con el alimento.
Aquello fue una auténtica revelación: comprendí que, sin duda, es posible construir una industria alimentaria que no genere residuos. Y lo he visto con mis propios ojos. Efectivamente, a la casilla de “cómo transportamos las cosas” la llamamos “envolviendo el mundo” porque nuestra visión no dejaba de lado la necesidad de cubrir los alimentos que vendemos y transportamos.
Seguimos dibujando casillas en la pizarra y, casi sin darnos cuenta, descubrimos que no estábamos trazando una cadena lineal de izquierda a derecha, sino algo circular, una pescadilla que se muerde la cola: un sistema complejo, lleno de bucles de retroalimentación. Múltiples variables empezaban a condicionar nuestra búsqueda: el crecimiento poblacional, el retorno de la inversión, las regulaciones cambiantes, los residuos plásticos, los subsidios agrarios, la disponibilidad agua, la degradación del suelo, la presión social por la sostenibilidad, los precios… Desde entonces, y bien lo saben nuestros clientes, hemos cultivado una forma especial de abordar la complejidad, que nos ha permitido accionar palancas de rentabilidad, mitigar riesgos y generar un impacto positivo necesario en un planeta formado por múltiples sistemas interrelacionados, sistemas que a su vez son subsistemas de otros, y así sucesivamente, casi hasta el infinito...
Pero no lo es: el planeta es finito, y también lo son sus recursos.