Josep Maria del Bas
Coordinador de investigación del Área de Biotecnología del centro tecnológico Eurecat
La revista científica PNAS publicó en 2011 una investigación que arrojaba unos resultados sorprendentes. Se trataba de un estudio preclínico en ratones en el que se demostraba que la ingesta de un probiótico tenía efectos ansiolíticos. Pero cuando a los mismos ratones se les seccionaba el nervio vago, el probiótico resultaba ineficaz. Este nervio conecta nuestro cerebro con prácticamente todos los órganos del cuerpo. Y en este caso se había seccionado a la altura del intestino. Así, se identificó el nervio vago como la conexión que transmitía del intestino al cerebro una información capaz de modular el estado de ánimo. Era la primera vez que se describía tan claramente el efecto directo sobre la función cerebral de un microorganismo vivo que puede encontrarse naturalmente en alimentos fermentados o bien ser añadido a alimentos. Se empezaba a vislumbrar el potencial de esta interconexión para la salud mental. Estos resultados se publicaban en un momento en el que se sucedían nuevos descubrimientos sobre la microbiota intestinal. Diferentes estudios en los que se trasplantaba microbiota entre ratones o de humanos a ratones iban reforzando, uno tras otro, la idea que las comunidades microbianas del intestino tienen un rol determinante en el origen y trascurso de diversas enfermedades metabólicas. Un ejemplo paradigmático es el trabajo publicado en 2004, también en la revista PNAS, que demostró que la microbiota de ratones obesos inducía obesidad y resistencia a insulina cuando se trasplantaba a ratones normopeso sin necesidad de cambiar la dieta.
Así, de pasar inadvertida durante décadas, la microbiota se ha convertido en auténtica protagonista de la literatura de investigación biomédica. Y el ámbito de la salud mental no se queda atrás, pues son diversos los estudios que vinculan microbiota y función cerebral. Un estudio publicado el año pasado en la revista Cell Host & Microbiome describe un tipo específico de bacteriófago cuya presencia en el intestino se asocia a una mejora en la memoria. No solo en humanos, sino también en ratones e incluso en moscas. Se trata, por tanto, de mecanismos conservados entre especies. Y esto es especialmente interesante porque nos indica que la interconexión entre el mundo microscópico del intestino y la función cerebral no es patrimonio humano, sino que podría remontarse a los inicios de la evolución animal. Si bien la conexión entre especies es más colorista en la Pandora de Avatar, aquí en la Tierra no nos quedamos atrás.
Junto con la conexión nerviosa directa y la microbiota, la digestión de los alimentos por nuestro sistema gástrico, que libera nutrientes y compuestos bioactivos en el lumen intestinal, representa una tercera vía de comunicación. Los productos de la digestión pueden ser metabolizados y absorbidos hacia la circulación. Y una vez en la sangre pueden llegar al cerebro y ser utilizados como sustrato energético o estructural o ejercer como moléculas señalizadoras que modulan la actividad de procesos cerebrales. Si sumamos estos tres componentes: conexiones nerviosas directas, conexiones sistémicas indirectas y microbiota tenemos lo que hoy conocemos como eje intestino-cerebro.
Los ejemplos anteriores nos hablan tanto de efectos ansiolíticos como cognitivos. Ambos son aspectos diferentes, aunque complementarios y clave, de la salud mental. El caso del estrés y la ansiedad nos toca de lleno como sociedad, pues España es líder europeo en el consumo de psicofármacos, siendo el estrés la principal causa de baja laboral. En cuanto a la capacidad cognitiva, la prevalencia de las alteraciones cognitivas asociadas a la neurodegeneración aumenta en paralelo a la esperanza de vida y su impacto sobre la calidad de vida de los pacientes y sus cuidadores es demoledor. ¿Qué podemos hacer desde el ámbito de la alimentación? En vista de la existencia del eje intestino- cerebro, parece que bastante.
Actualmente, disponemos de un número suficiente de estudios sobre patrones dietéticos y de salud mental para empezar a extraer algunas conclusiones mediante meta-análisis. Y parece que los patrones dietéticos saludables, como la dieta mediterránea, se asocian a un menor riesgo de enfermedades mentales como la depresión, si bien la relación causa- efecto de estas asociaciones es difícil de demostrar de forma categórica. Pero si pudiésemos conocer qué componentes de la dieta son los responsables de estos beneficios, podríamos diseñar estrategias nutricionales personalizadas, mucho más directas y efectivas y que no dependan de cambios drásticos de nuestros hábitos. Y aquí es donde debemos empezar a reprimir el entusiasmo y el optimismo. En la actualidad, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria acepta alegaciones relativas a los efectos beneficiosos sobre la salud mental de algunos componentes de los alimentos, como los ácidos grasos omega-3. La aceptación se debe a que existen suficientes estudios que prueban de forma solvente la relación causa-efecto. Pero estos casos son poco más que excepciones, por lo que parece que desde el punto de vista estrictamente normativo la relación entre alimentación y salud mental es prácticamente inexistente. La buena noticia es que la cantidad de conocimiento que va generando la comunidad científica crece exponencialmente.
En el área de Biotecnología de Eurecat hace más de diez años que investigamos sobre esta relación, tanto en el ámbito del estrés y la ansiedad como en la protección de la capacidad cognitiva frente a procesos neurodegenerativos. Esta actividad nos ha llevado a estudiar probióticos, polifenoles, extractos de plantas del Mediterráneo e incluso subproductos de la industria alimentaria, entre otros elementos, bien sean comerciales o se encuentren en desarrollo.
Lo que podemos constatar con nuestra experiencia, junto con el conocimiento que genera la comunidad científica, es que existen múltiples compuestos bioactivos de los alimentos con efectos sorprendentes, en algunos casos tan efectivos como medicamentos antidepresivos. En otros casos, hemos visto la protección que ofrecen frente al declive cognitivo asociado a la neuroinflamación.
La mala noticia es que para obtener estos beneficios generalmente no basta con ingerir el alimento que contiene el componente activo, sobre todo porque éste debe consumirse en dosis elevadas para lograr sus beneficios.
Sin embargo, estamos convencidos de que en un futuro cercano dispondremos de productos específicos y evidencias suficientes como para conseguir una alimentación dirigida a promover la salud mental, de la misma manera que hoy en día disponemos de patrones específicos y efectivos para optimizar el rendimiento deportivo, prevenir la hipertensión o la resistencia a la insulina. Entre tanto, el conocimiento actual puesto en manos expertas ya permite que las ciencias de la nutrición puedan acompañar a otras disciplinas para mitigar la incidencia de algunas alteraciones mentales.